Era tacaño el viejo Scrooge, duro y cortante como un pedernal; gruñón, reservado y solitario como una ostra. El frío que llevaba dentro helaba sus viejas facciones, mordía su nariz afilada, arrugaba sus mejillas, endurecía su forma de andar, enrojecía sus ojos, ponía azules sus labios delgados y salía al exterior en su voz ronca.
Una vez, el mejor día del año, es decir la víspera de Navidad, el viejo Scrooge estaba sentado, muy atareado en su despacho. El tiempo era crudo, frío y nevaba. Los relojes acababan de dar las tres, pero ya había oscurecido. La puerta del despacho de Scrooge estaba abierta para poder echar el ojo a su escribiente, que copiaba cartas más allá. Scrooge tenía un fuego raquítico, pero el del escribiente era un solo carbón.
Es un magnífico relato el que nos regala Dickens; sobretodo para los que en Navidad extrañamos la calidez humana y la cercania de familiares y amigos. Siempre es una buena oportunidad para dar y brindarnos a los demás.
Muchos saludos.